La verdad más profunda

Creer o no creer

02 enero 2019

Un elemento que singulariza a La verdad más profunda de Michael Koryta es que, si nos ponemos del lado de su protagonista, el detective del FBI Rob Barrett, tanto los pormenores del crimen como su culpable están claros desde el primer momento. Especialista en interrogatorios, Barrett se jacta de ser infalible a la hora de dictaminar si las palabras de un testigo merecen credibilidad, de aquí que crea en la honestidad de una yonqui que presuntamente asistió a la comisión de un homicidio múltiple y se aferre a su testimonio hasta el punto de jugarse su dignidad profesional. Si la lógica de la novela negra establece que lector e investigador van de la mano, recopilando pistas y chocando contra callejones sin salida, dos Teseos persiguiendo al Minotauro por un laberinto demencial y brumoso para el que carecen de hilos de Ariadna, La verdad más profunda se aleja de los parámetros del whodunnit -para centrarse en la lucha del detective, contra viento y marea, por demostrar que su versión de los hechos es la correcta, pese a las abrumadoras pruebas en contra. (Y sólo en un segundo momento, intentar reconstruir cómo se alteró el escenario del crimen para que la narrativa de los hechos explicara una historia alternativa, es decir, How did they do it?).

Como bien sabrán los seguidores de la serie televisiva Miénteme, protagonizada por un trasunto de Barrett, el doctor Carl Lightman, nuestras expresiones faciales y nuestro lenguaje corporal proceden como elementos delatores. La mente puede oponerse firmemente a revelar algo pero el cuerpo es débil y nos traiciona. La dilatación de las pupilas, la hiperventilación, bajar la vista, frotase las manos, morderse los labios… actúan al modo de involuntarias señales de nerviosismo e incomodidad que facilitan una suerte de confesión no verbal.

Tendría uno la tentación de considerar a Ron Barrett un polígrafo humano si no fuera porque el célebre instrumento que registra nuestra presión arterial, ritmo cardíaco, frecuencia respiratoria, estímulos nerviosos y respuesta galvánica, mientras se presta testimonio, se ha demostrado tan falible -capaz por igual de señalar a falsos culpables como de exonerar a criminales con un prodigioso control sobre sus constantes vitales- que nunca ha llegado a tener validez ni científica ni judicial. Pero Miénteme no es la única serie televisiva con la que en cierta manera dialoga La verdad más profunda y más concretamente con su punto de arranque, que es el grado de confianza que puede llegar a merecer un simple testimonio oral. La segunda temporada de la absorbente docuserie Making a Murderer no sólo pivota en gran medida sobre la cuestión ética de dilucidar cuándo puede considerarse que un testigo, que es menor de edad y posee un coeficiente intelectual bajo, ha sido coaccionado a brindar las respuestas que interesan al cuerpo de policía y luego a la fiscalía, debate que degenera en un agria lucha en los tribunales, sino que aporta un método llamado a zanjar de una vez por todas la cuestión de si es factible concluir si un testimonio miente o dice la verdad. Al modo de un polígrafo 4.0 (por lo menos), y adentrándonos en terreno más propio de la ciencia ficción que de la novela negra, en un momento de la producción catódica se nos presenta un invento capaz de escanear el cerebro del sospechoso o del testigo y comprobar si ciertas zonas del mismo se iluminan o no en el momento en el que se le comunican detalles que sólo podría conocer el criminal. En caso afirmativo, señal de culpabilidad. En caso negativo, señal de inocencia.

Hasta que llegue el día en que se valide el recurso a este instrumento -o de que acabe descartado después de que algún tipo de mutación mental nos haya permitido engañarle como hicimos primero con el polígrafo—, leamos a Michael Koryta, donde discernir la verdad sigue en manos de la capacidad de observación, de la astucia y la intuición humanas.

Antonio Lozano

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