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Honrar a los muertos

05 noviembre 2018

La novela negra activa un mecanismo de defensa en el cerebro del lector por el que pone la distancia necesaria con lo narrado para evitar una implicación emocional que lo abrume; la conciencia de que lo expuesto es producto de la imaginación no está reñido con “la suspensión de la credibilidad” que permita un disfrute morboso de la trama pero sí corre un velo que ahuyenta el sufrimiento real (algo distinto de los nervios, la impaciencia o la excitación que provocan un curso bien llevado de la historia). Esta coraza desaparece al enfrentarnos a un true crime, donde los crímenes sucedieron, las víctimas existieron, el daño se propagó y las secuelas permanecen. Su lectura coloca al fan del género negro en una posición muy distinta que una ficción, más interesante pero también más perturbadora, pues materializa al Mal, allá donde en la creación supone sólo un recurso narrativo y estilístico. La gravedad de los hechos expuestos, y la responsabilidad del autor o autora hacia los mismos, cambian por completo las reglas del juego. Puede haber entretenimiento pero nunca frivolidad y, sobre todo, la huella que se imprime en ese mismo cerebro liberado de cargas en el caso de la invención está llamada a perdurar.

Entre los aspectos más valiosos que encierra El asesino sin rostro está el recordatorio de la devastadora onda expansiva que genera un crimen, la cual va mucho más allá de la víctima directa y su círculo íntimo para abarcar a toda una comunidad (instalada en el pánico durante largo tiempo) y a las fuerzas de la ley (que acarrean el peso de haber fracasado en la prevención de los crímenes y luego en la detención del culpable). Las inevitables limitaciones -o incluso la superficialidad- en el tratamiento del trauma que contienen las novelas por su propia razón de ser (priorizar que la acción avance y que el puzzle cuadre, siempre hay un nuevo caso en el horizonte por lo que urge cerrar éste), lo vacían de significado, lo dejan envasado al frío. Por el contrario, la decisión de Michelle McNamara de identificar al Asesino del Estado Dorado décadas después de sus atrocidades y desaparición parte de una obsesión, sí, pero, por encima de ello, parte de un compromiso ético con las víctimas, que es decir con la verdad. Sin rabia, sin empatía, sin aflicción, sin sentido de la justicia no habría existido El asesino sin rostro. Las novelas no las impulsan estos motivos.

Que de alguna manera, en un sentido metafórico, McNamara -fallecida a resultas de una afección cardiaca no diagnosticada que las pastillas contra la ansiedad derivada de la escritura del libro consiguieron agudizar- acabara siendo la última víctima del depredador a quien se empecinó en cazar sí que se antoja más propio de un giro cruel de guión cinematográfico pero, otra forma de verlo, es que la periodista dio literalmente la vida por hacer bien su trabajo y ver entre rejas a un monstruo. El asesino amenazó a una de sus víctimas con silenciarla para siempre antes de que se lo tragara la oscuridad. Michelle McNamara nos sigue hablando a través de una obra que, sumergiéndose en las sombras, trajo muchísima luz.

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