Pocas figuras de la cultura popular han sufrido una reinvención tan acusada en su salto de la realidad a la ficción como la del detective de la escuela estadounidense. En el tránsito del siglo XIX al XX, cuando empiezan a proliferar los relatos protagonizados por sabuesos en las revistas pulp, la divisa entre los escritores parece haber sido la célebre soflama periodística lanzada en la película El hombre que mató a Liberty Valance de John Ford: “Cuando la leyenda se convierte en realidad, imprime la leyenda”. En el ensayo histórico que precisamente hemos querido traducir como Detectives. La realidad y la leyenda, John Walton nos lleva a los orígenes del oficio para poder apreciar las marcadas y numerosas mutaciones que atravesó desde sus nada glamurosos primeros pasos hasta su conversión en materia literaria basada en la hazaña y la aventura. La transformación es digna de Supermán -de oficinista gris a superhéroe.
La mayor parte de las agencias de detectives, cuyo florecimiento se sitúa hacia 1870 y que experimentan un crecimiento sostenido hasta que un encadenado de escándalos, regulaciones e investigaciones públicas acarrean su declive hacia finales de la década de los 30, algunas de ellas verdaderas corporaciones de ámbito federal que facturaban millones de dólares al cabo del año si bien las que se contaban por millares eran las independientes, cuyo radio de acción era local, solían estar al servicio de los organismos gubernamentales o del gran capital -en definitiva, del poder-, empleando a una amplísima variedad de agentes, muchos de ellos infiltrados en fábricas, almacenes, talleres, tiendas, exhibiciones, hoteles… donde desempeñaban trabajos de lo más mundanos con el propósito de alertar de posibles motines del personal, proteger objetos, vigilar nóminas, evitar hurtos, perseguir la prostitución… La inmoralidad de las mismas residía pero en el hecho de que entre los servicios más lucrativos para sus arcas se hallaba el de reclutar revientahuelgas, es decir, fuerza bruta, con frecuencia con antecedentes penales, destinada a recurrir a la violencia para evitar el ejercicio de un derecho legítimo de los trabajadores.
Y es que en los albores de las agencias de detectives, la lucha contra la criminalidad sólo era una parte residual del negocio. La ficción, por el contrario, entendió que en este apartado secundario yacía un potencial narrativo fascinante. Es más, un combustible tan del gusto del noir clásico como la investigación de infidelidades se consideraba indigno de las firmas de prestigio. Igual que en las historias de amor del cine clásico, donde se excluía todo elemento que no encajara en los patrones románticos (entrega, dulzura, pasión, sacrificio), el relato y la novela negra de la época generó un arquetipo idealizado de individuo íntegro y corajudo, preocupado por el prójimo y con conciencia. Al menos esta visión que tomaba la excepción por la regla, a nivel tanto de carácter como de desempeño, vino acompañada de una profunda denuncia social.
Antonio Lozano